Algo más que un Melodrama

Por Luis Fernando Afanador

Melodrama 
Jorge Franco 
Bogotá, Editorial Planeta Colombiana S.A., 2006

HACER UN MELODRAMA al pie de la letra e intentar transgredir sus reglas es el objetivo de esta novela. En ella, Jorge Franco construye un relato excesivo en personajes, sentimientos y situaciones, con una trama que busca atrapar al lector descaradamente, como si de cualquier telenovela se tratara. Y, a la vez, pretende algo más ambicioso: una narración no convencional a varias voces que oscila todo el tiempo entre el pasado y el presente y va ofreciendo la información de manera fragmentaria y desordenada. El melodrama quisiera avanzar raudo hacia su final feliz, pero la estructura novelística se lo impide porque vuelve oscuro y denso ese material. Las leyes del melodrama dictan que éste debe ser claro y preciso y las de la literatura promueven la ambigüedad como un valor supremo. Tenemos, entonces, un texto híbrido, una verdadera apuesta literaria que estimula el comentario. Aquí es pertinente hacer una aclaración. El acercamiento de esta novela al mundo del melodrama no es intelectual ni etnológico: Jorge Franco disfruta plenamente de él y sus valores. No es un género menor al cual condescienda sino que en efecto le gusta y forma parte integral de su visión de mundo: para él, la vida opera como un melodrama. Educado como tantos de su generación en la imaginería de la música popular —boleros, tangos, baladas— y de los seriados televisivos, no lo sorprendería esta afirmación de Carlos Fuentes: «El melodrama es el hecho central de la vida personal en América Latina». Por eso sería fatigoso, y hasta cierto punto inútil, rastrear las huellas dejadas por este género en la literatura latinoamericana. Y en su caso concreto, ni siquiera es necesario hacerlo; basta con recordar a Manuel Puig, quien en Boquitas pintadas y El beso de la mujer araña hizo lo mismo que hoy pretende el escritor colombiano: él es su modelo inspirador y su tradición directa.

Que no quiere haber distancia con el género, lo indica el título de la obra: Melodrama. A primera vista parece algo pretencioso tratar de definir una obra con la misma palabra que sirve para definir el género al cual pertenece. Sin embargo, más que una boutade, es una precaución. Y una falsa promesa que el autor se hace a sí mismo y les hace a los lectores: no abandonar el melodrama porque la narración está permanentemente a punto de hacerlo. Vamos a la trama: Vidal, un hombre joven y bello como Apolo, se descubre un día una mancha en el cuello que resultará ser el anuncio de una terrible enfermedad mortal. Como no es capaz de contarle semejante desgracia a Perla, la mujer con la cual vive, la abandona. Prefiere que ella haga falsas suposiciones —«¿quién te hizo esa cochinada?»— y que padezca la angustia de su desaparición a que vea el doloroso deterioro de su belleza. Al parecer, Vidal muere pronto y desde su condición de muerto omnisciente nos irá contando la historia de su vida y de su familia: cómo llegó pobre a París y luego cómo convenció a la terca, borracha y mal hablada Perla —administradora de un bar de dudosa reputación en Puerto Berrío— de que dejara a su amante y se fuera a vivir con él; su presencia era indispensable para quedarse con la fortuna de unos condes y consolidar así el triunfo definitivo en la ciudad de sus sueños. Por supuesto, Vidal no está muerto y la relación de Perla con él no es lo que creíamos al principio. El develamiento de la intriga ocurre en pequeñas dosis que nos mantienen en vilo durante casi 400 páginas. Y, al igual que en los culebrones, los sentimientos son extremos; hay de todo: homosexualidad, sadomasoquismo, crimen, odio, niña muerta, esposo engañado, amor furtivo y eterno, ansia de riqueza, humor y desesperación. La galería de personajes no es menos variopinta: una mudita, una mamá frustrada y rezandera que toma drogas vencidas en forma indiscriminada y piensa que todas las mujeres, entre ellas sus hijas, son prostitutas; una empleada del servicio que no sabe si es hija natural; una serbia con una vida clandestina; un vecino no recomendable a los niños; un cojo vengativo con la cara destrozada por un guepardo, y un abogado sinuoso e impredecible, entre otros. El altar que hace Perla en su costoso apartamento parisino, con velas, santos y miles de fotos de Vidal para recordarlo y esperar su regreso, es la apoteosis de la cursilería. Aclarado suficientemente el melodrama —¿alguien acaso requeriría más pruebas fehacientes?—, vamos a sus puntos de fuga. La historia entre líneas de Melodrama es dura y sórdida, llena de represión sexual, de sangre y de cinismo. Libia, la matriarca frustrada, no sale de la nada sino de la Antioquia siniestra y conservadora de monseñor Builes. Libia que produce a Perla (la hija borracha, vulgar, libertina, xenófoba, clasista y, llegada la oportunidad, asesina) y ésta que a su vez engendra un hijo incestuoso y homosexual, que en el drama del deterioro de su belleza es incapaz de ver otro aún mayor porque pertenece a la época del narcotráfico: la prostitución de su cuerpo como una vía natural de ascenso social. Entre monseñor Builes y Pablo Escobar, entre la religiosidad enfermiza y, a falta de ésta, la vida amoral: Jorge Franco apunta hacia la crisis y la decadencia de una cultura. La risa, la exageración y la cursilería abundantes no consiguen hacérnoslo olvidar. Desde luego que esa historia latente, ese «enriquecedor contexto» —al igual que las crudas escenas de violencia y de sexo—, los suprimirá el libretista encargado de llevar este original melodrama al horario triple A de la televisión colombiana.