Eva Orúe/CANOA
Es normal -creo-, incluso está justificado, que el lector, en este caso la lectora, desconfíe de los textos que las editoriales imprimen en las fajas, solapas y contraportadas de los libros. Nunca se ha visto, faltaría más, que los responsables de esas ediciones tiren piedras contra su propio tejado, y más tontos serían si incluyeran en esos espacios privilegiados frases demoledoras para el trabajo que intentan vender. ¿Lo imagináis? “Esta novela no satisfará sus expectativas”. “Menos de 1.000 ejemplares vendidos”. “Denigrado por la yo-qué-sé-cuál Books Review”. Y así.
Sin embargo, cuando quien esto escribe vence esas reticencias iniciales, a veces, sólo a veces, acaba satisfecha. Hace poco, y a pesar de una frase laudatoria de Mario Vargas Llosa, leí con placer La sombra de Naipaul, de Paul Theroux. Y en esta ocasión, desterrando los prejuicios de una portada que huele a docudrama y de una recomendación encendida de Rosa Regás (lagarto, lagarto), el pequeño milagro se ha repetido con Paraíso Travel (Editorial Mondadori).
Franco, in photoAlguno me dirá que el nombre del autor, Jorge Franco, tenía que haberme ahorrado estos desconfiados prolegómenos. Franco, autor de la celebrada (¡entre otros, por Vargas Llosa!) Rosario Tijeras, se merecía una segunda oportunidad. Aunque incluso él mismo tardó en dársela. “Me la tomé con calma -nos dijo-. La escribí con lupa. Dos años y ocho meses”. Reeditar un éxito siempre es más difícil que alcanzarlo por vez primera.
Una, que tiende a hacerse composiciones de lugar, siempre ha creído que alguien que nace en un país como Colombia, en una ciudad como Medellín, tiene medio trabajo literario hecho. “En parte sí -reconoce Jorge-. Si quieres tienes temas, pero cuando te sientas a escribir las cosas cambian. Además, hay bastante saturación, el lector se ha vuelto inmune. El reto es seducir a ese lector encallecido”. La prueba de que esa realidad volcánica no es caldo de cultivo literario es que pocos autores cuentan con ella, la cuentan, en sus obras. Y los que asumen el resto, esos intentan no tomar postura. “Se muestra, se hace una foto…” Jorge intenta encontrar la frase justa. “Tiene que ver con la pérdida de ideologías, con el desencanto, con que no hay utopías”.
La jerigonza
La novela se desarrolla en tres planos: Medellín, Nueva York y un autobús con destino Miami. El autor, natural de Medellín, se trasladó a Nueva York para vivir durante dos meses la realidad de los emigrantes instalados en Queens e hizo el viaje en autocar que realiza el protagonista de la historia. Le gusta pisar sus escenarios para documentarse, sí, pero sobre todo para captar sensaciones.
Por lo demás, la descripción creíble de esos lugares, de esos ambientes, pasa por una utilización cuidadosa del lenguaje. “Es quizá una herencia de mi formación cinematográfica -asegura el autor-, la gente habla como habla”. Pero menos. “El lenguaje de Medellín es a veces incomprensible para los propios colombianos”. Una cierta poda se impone.
Los padres fundadoresEstamos, pues, ante un autor colombiano, que escribe sobre (o a partir de) la Colombia de carne, sangre y hueso y, al hacerlo, rompe con sus mayores literarios, autores venerados como García Márquez o Álvaro Mutis cuya ingente y espléndida producción tiene poco que ver con la realidad del país que los vio nacer. Jorge Franco, que es de la cosecha de 1962, no pertenece a la generación inmediatamente posterior a la de Gabo y Maqroll, sino a la siguiente. “El “trabajo sucio” le tocó a los que llegaron justo antes que yo”. Ellos empezaron a romper con el realismo mágico y otras costumbres literarias, tarea que los más jóvenes continuaron con toda naturalidad. “No he sentido ningún conflicto. Nosotros estamos contando lo que sucede con un tono que tiene más que ver con las influencias de los medios audiovisuales que con el trabajo de esos grandes escritores, hacia los que sólo puedo sentir gratitud por la obra que han escrito y porque, gracias a ellos, Colombia se considera un terreno fértil”.
Se me antoja que Franco está satisfecho con el trabajo realizado, y también con esa otra tarea, quizá menos consciente, que más allá del placer formal, estético, convierte sus libros en portadores de un mensaje. No porque él se proponga impartir doctrina, sino porque “cuando acercas al lector a un problema, ya has hecho algo”. Y problemas, en esta novela, los hay a puñados. También sorpresas: el final, que no cometeré el error de revelar, impresiona.