Por Alberto Ruano Miranda
Si un elemento de asombro puede iluminar una pieza literaria, no sabríamos negar ese mérito a la novela Mala noche de Jorge Franco Ramos, ganadora del XIV Concurso Nacional de Novela «Aniversario Ciudad de Pereira» en 1997 y ejecutada por un joven escritor nacido en Medellín. Franco Ramos, quien realizó estudios en dirección cinematográfica y participó en varios talleres literarios; es autor además del libro de cuentos Maldito Amor.
Los males no detienen su paso —lamentablemente— en los meros títulos. Tal vez con el afán de asegurar una fácil acogida, el autor no desdeña recurrir a figuras gastadas y sensibleras. Con un candor encomiable incursiona en el melodrama…«Lorenza suspira con esperanza, Jorgito resuella con ira, yo me ahogo en la hipocresía. Lorenza mira a su hijo con dolor, Jorgito me mira con dolor y amor, yo los miro con dolor y vergüenza» (pág. 145).
«Que desde que nació la he querido más que a mí. Que por amor seguí a mi hijo, por amor lo perdí, y por amor me perdí yo misma» (pág. 171).
No parecen más auténticas estas ovejas algebraicas, que insomne alguno jamás contó para dormirse. Más bien, desvelan: «No sabía qué hacer para no pensar y dormirme, los pensamientos me abrían los ojos y me los clavaban en el techo para contar ovejas (…)» (p. 23).
Y por influjo del fútbol, tampoco están ausentes los clichés de sus relatores en boca de Brenda, narradora: «(…) es una lluvia pertinaz que soportamos como un castigo (…)».
Más allá de estos rasgos del lenguaje y de la imagen, curiosas doncellas nos confían, con temeridad, sus más íntimos secretos:
«Quería quitarme todo el peso de la virginidad y Tommi era el indicado para hacerlo. Era básicamente un trabajo de entrar, romper y salir, pura albañilería. De buena gana me hubiera buscado a un negro. (…)» (p. 78).
Es hora quizás, de examinar las consecuencias de la cultura light sobre la literatura. Probablemente el peso del lenguaje televisivo, la incidencia de los prejuicios sociales, raciales, de sexo, la influencia de los estereotipos publicitarios y comerciales, no sean factores alentadores en la formación de un novelista. Podrían ser un material propicio a la literatura sólo en el caso de saberlos transformar y así elevarlos hacia una estatura diferente, la dimensión literaria. Ésa es una de las tareas del creador. En Mala noche se presiente la intención de obviar esta transformación, después de todo ¿no se publican cantidades de novelas, cuentos, poemas que tampoco trascienden ese esquivo umbral creativo? ¿No obtuvo acaso, esta novela, un premio?
Pero retomemos, luego de esta reflexión, cierto aspecto sorprendente de la novela y que nos devuelve el aliento. No todas pueden ser sombras en un cuadro, ni en las noches, por malas que sean.
La trama es atractiva, a pesar de los desafueros formales ya destacados. Cierto encanto se desprende de este relato estrictamente bogotano, dominado por los terrores y los tabúes de la gran urbe y en un ambiente deliberado de ingenua pesadilla. Su estructura argumental es notable.
Se descubre en Mala noche un intento por reconquistar la acción y la vitalidad como elementos organizadores de la novela. Por lo pronto, tal aproximación a la ciudad y sus vivencias (en el sentido de Que viva la música de Andrés Caicedo, sin el ánimo de comparar sus respectivos alcances literarios) tienen la grata consecuencia de alejarnos de los fárragos y somnolencias del formalismo narrativo al que venimos siendo acostumbrados. La seriedad, la gravedad del tono, el estilo cerril ceden el paso
—durante los momentos más felices— a cierta irrisión saludable, a la ligereza de propósitos, al tono desenvuelto:
«Son los periodistas. Parecen educados en escuelas para sabuesos. Tienen un olfato infalible para la sangre, la mierda y el dinero, y si los encuentran juntos, mejor…
– Será una buena primera página.
– Saboréate, Pochito. No siempre encuentras una muerta así de extravagante» (p.15-16)
El argumento —quizás seductor por su sencillez de concepción— está conformado por unos misteriosos crímenes callejeros hundidos en el anonimato, las emisiones noctámbulas de un programa radial animado por «El Matador», las reflexiones de Brenda, narradora y personaje central, las excentricidades y efímeros dramas de un singular pederasta, las obsesiones de un muchacho enfermizo.
De este collage de motivos, reducidos en su número, evocadores de la incertidumbre y del vacío, se destacan probablemente la vitalidad en la sucesión de situaciones. El relato llega a ser entretenido y ligero, la curiosidad se despierta en algunos pasajes, tan sórdidos a menudo como ciertas calles capitalinas. Calles de comercio humano, de neones bicolores y con olor a caucho quemado. El autor saca partido de los efectos grotescos, del espectáculo bufonesco presentado por un submundo oscuro e intrascendente, y de su contraste con recursos sublimes. El ingenio no está ausente. La novela tiene fragancia a calle del Cartucho aunque —como paliativo— se mezclan allí ostentaciones aristocráticas, y hasta de rancio clasismo.
«No es mi nobleza la que me obliga a presenciar este bochornoso espectáculo (…)» (p.14).
«Ordenó que encendieran los candelabros, los de toda la casa. Ordena con sus dedos y con uno que otro gesto, no le gusta hablarle a la servidumbre, a casi nadie» (p. 21).
«La lluvia y la servidumbre son dos males necesarios» (p. 133).
Podría considerarse entonces que Mala noche, es más que una novela, una pieza caricaturesca donde predominan no la sugerencia y los medios tonos, sino la exuberancia de rasgos y de situaciones. Lo grotesco y lo sublime, coexisten sin compenetrarse. Así vive y se expresa —en algún momento— la narradora:
«Los cuatro puestos de la mesa esperaban como siempre a sus respectivos ocupantes. Esperaban también la vajilla de Limoges y el juego de plata inglés, el mantel de Bruselas, la mesa Luis XV y el jarrón de Lalique. El Poully-Fuisse sudaba frío en la hielera bajo la mirada coqueta de las copas Rosenthal. El Chateaubriand Bernaise transpiraba en el horno esperando el punto de las papas sautté y éstas, a su vez, que secara el arroz con finas hierbas.(…)» (pág. 38).
Pero también, el mismo personaje, Brenda, se sumerge hasta lo más sórdido:
«—Pidamos Trini una botella que hoy amanecí puta. Putísima. Es uno de esos días en que sólo una canecada de aguardiente me puede ablandar la piedra con la que me desperté. Tengo una pesadilla que me está jodiendo la vida, Trini. No estoy durmiendo bien.
Trini fue la que me enseñó a beber. Con ella pasé de dos vinitos a dos botellas de aguardiente. La noche de mi primera borrachera salí gritando todo lo que Trini me había enseñado, voleándole cartera a los que quisieran callarme, contestándole con madrazos a los durmientes que exigían mi silencio» (pág. 48).
Sordidez no escamoteada al lector, ni en sus detalles más privados:
«Empaquetadas como sardinas en un baño pestilente, metemos las uñas en el asunto y encendemos las aspiradoras. La Trini se sienta y orina mientras envuelvo el paquetico y Goyo se limpia las ñatas» (pág. 51).
Es de destacar la brevedad en la que está concebida. Esta última circunstancia es esencial en nuestro caso. Su final, eso sí, es sorprendente y llega con oportunidad. Se trata de una novela corta, se puede leer en el transcurso de una sola noche.