El autor que se sublevó contra su propio éxito

Por Juan Gossaín

Jorge Franco confirma que nadie puede vencer el carácter indómito de las mujeres antioqueñas. así resumió Juan Gossaín la novela melodrama, en la reciente Feria del Libro en Bogotá, donde fue uno de los libros más vendidos.

En 1982, por esta misma época, el inolvidable profesor Tierno Galván, que era alcalde mayor de la villa de Madrid, decretó por medio de un bando con redoblantes que se hiciera el Mundial de la Cultura de manera simultánea con el Mundial de Fútbol que se estaba disputando en esos días.
Era un contento pasear por las calles repletas de músicos, de poetas recitando, de pintores que instalaban su caballete en las esquinas, de escultores que tallaban madera en los parques. Yo pasé por una plaza mientras cantaba Ella Fitzgerald.

Jorge Luis Borges fue invitado a echarse una conferencia en El Ateneo. ¡Quién dijo miedo! Ante un auditorio repleto, el gran maestro, con su voz susurrante y apoyada la barbilla en el legendario bastón, se dejó venir con una diatriba feroz pero magnífica, contra esos frailes españoles que se dedicaron a escribir teatro de discutible calidad en lugar de salvar almas como era su obligación.
Aquella tarde no quedó dramaturgo con cabeza, empezando por Tirso de Molina, siguiendo con Calderón de la Barca, incluyendo a Ruiz de Alarcón y cerrando faena nada menos que con Lope de Vega. Como es de suponerse, la audiencia se sintió herida en el orgullo patrio y despidió a Borges con una lánguida cortesía. Fernando Lázaro Carreter, que había presentado al maestro en nombre de la Real Academia, trató de guardar el decoro apelando al recurso insuperable del humor.

—Con lo que usted acaba de decir —le dijo a Borges en la mesa de honor— comprenderá que el aplauso haya sido tibio.
Ninguno de los dos sabía que el micrófono continuaba abierto. Entonces el viejo sublime, buscando la voz de su contertulio en el aire, del lado opuesto de donde él estaba, que es como hablan los ciegos, le respondió esta maravilla:
—¿Y a usted quién le ha dicho, Lázaro, que yo vine aquí a que me aplaudieran?

Yo, que estaba remontado por allá en un palco, me agarré a aplaudir de forma atronadora cuando oí su respuesta. Creo que fui el único que lo hizo. La gente me miraba como a un loco. Jamás he olvidado la vocecita de Borges que dictaba semejante lección de honradez intelectual. Por el contrario, he vuelto a recordarla ahora, al cerrar la última página de Melodrama, la asombrosa novela que Jorge Franco acaba de publicar.

Asombrosa, digo y repito, porque en estos tiempos de farándula literaria, en que los escritores andan por ahí en busca de la fórmula mágica para el éxito rápido, Franco, que ya tenía la fórmula asegurada, resolvió pelear con ella. Porque él sabe, a conciencia, que un verdadero creador no le hace concesiones a nadie, ni siquiera a sus lectores, ni a las librerías, ni a sus editores, ni a los críticos. A los críticos menos que a nadie. Ni a la fama, que no es más que la gloria al menudeo, en moneditas sueltas.

Melodrama es, por encima de todas sus virtudes, que son múltiples, la admirable declaración de un hombre que sabe que el éxito no puede ser un propósito en la vida, ni es una meta, y si acaso será un pedazo del trayecto. Franco rompió con su pasado a pesar de los triunfos estruendosos de Rosario Tijeras y de Paraíso Travel, para buscarse a sí mismo, explorando nuevos caminos, tanteando en la oscuridad como seguramente lo hacía Borges con su bastón en alto. Escribir es reinventar y reinventarse. Es un río que nace todos los días.

A mí, personalmente, no debería causarme perplejidad lo que ha hecho Franco, porque su ruptura con el facilismo se veía venir desde Don Quijote en Medellín, ese breve texto suyo, tan hermoso como revelador. Saludo, pues, con entusiasmo, el caso de un hombre que tenía asegurado su destino, sin mayores sobresaltos, que “iba a la jafi”, como dicen los muchachos, y en cambio decidió liarse a trompadas consigo mismo, casi en una expiación, para defender su derecho sagrado a decir lo que quiera y en la forma que quiera.
Yo no puedo saber si la gente se enfrascará en Melodrama con un frenesí parecido al de las novelas anteriores de Franco. Me temo que no disfrutarán del mismo deleite, y espero que no. Ésta es una obra densa y sólida, compleja y laberíntica, construida como los edificios, en diferentes niveles atravesados por largos corredores, pero sin que se le vea el andamio ni se le noten los clavos. Esa es la gracia. Me atrevo a suponer, por lo consiguiente, que esta vez es probable que haya menos lectores entre el público sencillo, que no quiere romperse la cabeza, pero más respeto entre los que conocen el oficio. De eso se trata, al fin y al cabo. Lo que importa es el prestigio, no la fama.

Me niego a cometer la majadería imperdonable de contarles una novela que no se puede contar en tres líneas. Tampoco en quinientas. Sólo digo que Jorge Franco necesitó cuatrocientas páginas para confirmar lo que ya sabíamos: que nada puede vencer el carácter indómito de las mujeres antioqueñas. Nada. Ni París ni los condes franceses. La diferencia estriba en la maestría con que Franco nos lo confirma, en un lenguaje bello, con una estructura narrativa propia y novedosa, con unos muertos que tienen la curiosa costumbre de hablar entre paréntesis, personajes que mueven a risa y llanto, a veces más trágicos que cómicos, agobiados por la miseria humana.

Hago mía, para expresarle a Jorge Franco la admiración con que sus lectores recibimos este corajudo acto de rebeldía contra sí mismo, la frase que uno de sus muertos le dice al otro:

—Lo importante es que quede una historia de nosotros.