La alegría de leer

Por Héctor Rincón

NO SÉ A CUÁNTOS ESCRITORES García Márquez les ha hecho el favor de ¿bendecirlos? con palabras alentadoras; con esas cariñosas frases de felicitaciones admiradas por esta obra que revela el vigor de la literatura colombiana y etcétera y etcétera.

No sé a cuántos. Y no sé tampoco si las francas bendiciones de García Márquez capturen público o sólo sirvan -que sirven- para que los escritores sientan esa palmadita en la espalda que a veces es necesaria en su infinita soledad. Un útil gesto de compañía para quienes se vuelven un poco autistas en su interlocución fantasmal exclusiva con los personajes que le van saliendo del sombrero.


Digo esto de las frases de apoyo, tan abundantes como los prólogos elogiosos y legitimadores de cualquier esfuerzo, porque se han vuelto un gancho de mercadeo en el difícil mundo editorial. Para el intento de hacer leer, de hacer entender que leer es un seguro de vida, los vendedores de libros usan solapas y plegables en los que autores consagrados le pican el ojo al lector. Léelo, hazte el favor.

Desde luego que no llegué a la última novela de Jorge Franco por el abrazo de García Márquez, quien lo presenta como su mejor heredero (al leerlo sé que puedo entregarle la antorcha, dice más o menos); tampoco llegué a esa novela por su título Melodrama, que me parece de regular para abajo. Pero llegué. Y qué dicha haber llegado.
No sé si Franco es el heredero de la antorcha de García Márquez, pero ¡Qué novela es Melodrama!

De Franco había leído Rosario Tijeras, ese cuentecito liviano inflado a punta de un título y de un tema sugestivo. Un cuentecito que me parecía que chupaba rueda de los testimonios más desgarradores de la época como No nacimos pa´semilla, de Alonso Salazar y El pelaíto que no duró nada, de Víctor Gaviria. Una historia bien escrita la de Rosario, sí, pero nada que se saliera de la horma.
Con ese antecedente de Franco llegué a Melodrama y uyyy. Qué maestría en el dominio de la palabra y en la capacidad de cambiar de tiempos con el estilo que se le antoje.

Hace lo que le da la gana en una frase que puede arrancar en no y terminar en sí; que puede empezar en pasado y concluir en futuro. Y qué historia esa, que mezcla el bajo mundo de clima caliente y la aristocracia del hemisferio norte; que une a Puerto Berrío, creo que es Puerto Berrío, con París; que establece un puente entre el lenguaje más bullicioso y soez imaginable, el de la protagonista, con el silencio y la pulcritud de un apartamento en Courcelles, creo que es en Courcelles.
Y en todo ese tejido de esta historia absurda y desaforada, el narco de fondo. La codicia presente. La vulgaridad. Y una mirada en redondo del desangre colombiano, como si fuera un fresco, como si fuera un mural, en el que aparecen curas, obispos, putas, vividores, mamasantas e hipócritas de todos los pelambres. El país.
No sé si Melodrama es la antorcha a la que hace entrega García Márquez. Y tampoco sé si Jorge Franco es quien debe hacer la próxima posta en la literatura colombiana. Sé que me leí emocionado esta novela por todo lo dicho. Y porque es muy cuidada su elaboración, con un esmero y un amor que respiran. Y porque no es un relato lineal sino que se atreve a complejidades: el autor se mete en problemas estilísticos, los busca, los enfrenta, los vence. Y eso se agradece.

Y también emociona constatar que en el país hay un presente literario como nunca antes. Como nunca antes que me acuerde. No es este un país de un solo escritor ni de cuatro ni de seis. Abunda ahora la creación literaria al punto de que ya se puede escoger qué y a quién leer. Al punto de que ya no son pajazos intelectuales las publicaciones que se dedican al tema de los libros, sino que ahora Arcadia y El Malpesante, por ejemplo, son necesarias lecturas sobre lecturas. Tan necesarias como Melodrama de Jorge Franco.