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En alguna parte leí, ya no recuerdo dónde, que La mansión de Araucaima nació de una apuesta con Luis Buñuel. En ella se le proponía a Álvaro Mutis realizar un relato gótico en medio de un ambiente tropical. De hecho, el subtítulo de La mansión de Araucaima es: Relato gótico de tierra caliente, todo en contraposición a la idea de que el género gótico solo podía tener lugar en un ambiente victoriano europeo, de grandes espacios cubiertos de una niebla semiperenne. Por supuesto Mutis gana la apuesta, pero no es Buñuel quien la lleva a la gran pantalla sino Carlos Mayolo. Fue la primera y última vez que escuché, que leí, acerca de un relato de ese tipo. Eso, por supuesto, hasta leer La niña calva de Jorge Franco.
La niña calva narra la historia de un niño, Benjamín, que se topa con que la vieja casona abandonada frente a su casa, ha sido habitada, de la noche a la mañana, por una mujer que compra pelo y una niña que entabla una amistada con él aunque nunca se deja ver. Poco a poco el misterio va aumentando, ¿por qué la mujer nunca permite que nadie entre a la casa?, ¿por qué la niña nunca se deja ver y solo se comunica a través de su voz y algunos enigmáticos dibujos? El lector adivina poco a poco una realidad dura, tenaz; el narrador va dirigiendo al lector a través del laberinto del relato, engañándole, mintiéndole, sugiriéndole, hasta llegar a un final sorprendente, ambiguo, que puede ser de una tristeza inenarrable o de una posibilidad atroz, que supera los límites de la realidad.
Acompañando las palabras de Franco, se encuentran las magníficas ilustraciones de Gómez Henao, que a la manera de los álbumes viejos, de colores desvaídos, van organizando la secuencia de los acontecimientos, eludiendo, sugiriendo. Así, La niña calva es un relato que invita a ser leído una y otra vez, a ser interpretado de múltiples formas.