La pura y Santa Suerte

Por Laura García | El último pasillo | El Espectador

Santa suerte

Colombia, Planeta, 2010

322 pgs.

¿Por qué será que a todos nos tiene tan atentos esa dama? Todos esperamos algo de ella, que nos acompañe, que nos sonría, y algunos hasta cargan amuletos para atraerla, porque ella se hace desear y es muy esquiva.

Fue sobre la suerte que nos quiso hablar Jorge Franco en su más reciente novela, precisamente titulada Santa suerte. En ella, Franco nos cuenta la historia de tres hermanas, cada una con su propia suerte y su propio escenario individual, aunque las tres comparten, además del parentesco, la casa en la que viven. Una casa que se está incendiando.

Amanda, Jennifer y Leticia, y la mamá de las tres, se mudaron a vivir paulatinamente a Medellín. Jennifer, la hermana del medio, descubrió muy joven, y por accidente, que la conmiseración de los otros para con el mal propio reportaba buenos ingresos y así comenzó a explotar su talento para provocar pena. Pero provocar pena, para ella, no era cosa de pararse en una esquina como un vulgar mendigo a pedir limosnas. No. Provocar pena y que esta, además del corazón, toque la billetera, implica demostrar algún dolor, algún padecimiento físico.

Durante muchos años Jennifer se infligió golpes, se magulló y laceró, inventó historias alrededor de esos flagelos –fue consciente, también, de que autoflagelarse le causaba placer–, y obtuvo como resultado buenas ganancias. Años más tarde nacerían sus hijos gemelos, y también por accidente descubriría que lo que parecía una simple jugarreta de adivinación lograba resultados tangibles: los gemelos lograron beneficiar, a quienes Jennifer decidió que beneficiaran, con premios de lotería.

Paralelas a la historia de Jennifer, están las de Leticia, la hermana menor, y Amanda, la mayor. Leticia narra, desde el umbral de la muerte, su carrera por la libertad, pero con el regusto amargo de no haber definido nunca qué significaba exactamente para ella eso de ser libre. «¿Libre de qué?», le espetaba su mamá. Leticia hace un recorrido por todos los lugares y sobre todo por los hombres de su vida; ella los define como escalones con los que armó una escalera que la sirvió para subir y ver la vida desde allá arriba, pero que, cuando quiso bajar, era inútil. Una escalera rota.

La historia de Amanda quedó registrada en sus cartas de (des)amor, cada cual más patética y desesperada. Ojo, no se confundan: perfectamente patéticas y desesperadas. Amanda conoció el amor ya en sus cincuenta, y se lo enseñó un joven hermoso que le regaló ocho encuentros inolvidables para ella, pero aparentemente no para él, quien un día buenamente desapareció. Amanda se negó a perder toda esperanza y se aferró a la ilusión de una llamada de él. Mientras la esperaba, le escribió cartas encendidas de ira, dolor y desengaño, hasta agotar la mecha de su tristeza, y la de su vida.

Franco intercaló las historias de estas mujeres de tal forma el lector va saltando de una hermana a la otra conducido por un hilo muy fino, y que por lo tanto es muy importante: el incendio. El tiempo de la novela corre según los caprichos del fuego que consume la casa que comparten estas tres hermanas. A estas alturas, el manejo del tiempo, el ritmo de la narración, es ya un rasgo distintivo del autor. El éxito que tuvo con su novela más famosa, Rosario Tijeras, se lo debe en gran parte a la vertiginosidad de la narración, a esa sensación de haber leído la novela como una película.

En Santa suerte ocurre lo mismo y mejor. Y digo que mejor, porque la historia de estas tres mujeres no tiene el drama y la violencia que sí tiene Rosario…, y por lo tanto de algo debe echar mano el escritor para que el lector se interese por esa familia, que, aunque es un tanto caótica, no deja de ser una familia común y corriente. O, mejor dicho, esta novela es buena (es excelente, una de las mejores que he leído este año), porque logra que el lector se interese por esas mujeres, las siga, las entienda, aunque ellas en sí no sean extraordinarias, ni actúen de forma fantástica.

Pero ahí están, Jennifer la masoquista timadora, mamá de unos gemelos capaces de adivinar los números de la lotería para que cualquiera se pudiera beneficiar, menos ellos. Leticia, la veleta que se dejó tocar por muchos vientos hasta que un día dejó de girar, y Amanda, la solterona con el corazón partido, que un día le dice simplemente «Querido», a su galán, y al otro le dice «Querido cabrón».

Aunque la novela no sólo reflexiona sobre la suerte. No se queda sólo en ello. En sus páginas ruedan sueltas muchas perlas con las que – al menos yo – me haría un buen collar: como esa escena en la que Jennifer se encuentra con un escritor para ofrecerle los servicios adivinatorios de sus hijos, y por hacer algo de conversación le pregunta cuánto se tardará escribiendo el libro en el que trabaja. Él le dice: «Tal vez dos años», y ella le responde: «Qué raro, yo no me tardo leyendo un libro más de un mes».

O ese patetismo desesperado y sensiblero de Amanda que la lleva a escribirle a su amado fantasma: «Más bien tengo un deseo: que se le pudra la lengua con la que me endulzó el oído, su lengua sucia, embustera, melosa y cobarde que trabó tantas veces con la mía».

O el peso de la memoria, ese peso desgraciado e inclemente, que cae sobre Leticia y que le roba el anhelo de su propio futuro: «El futuro es un tiempo que el presente se va comiendo a mordiscos».

Fue así como leí esta novela: a mordiscos. Quién sabe, tal vez nunca está de más rezarle (o escribirle una novela) de vez en cuando a la santa que nos mantiene vivos.