Melodrama, por Álvaro Castillo Granada

La Universidad Central de Bogotá organizó, sin mucho ruido, es más, creo que sin consultarnos, una firma de libros del ganador del “Premio Nacional de Narrativa Pedro Gómez Valderrama” de 1996: Maldito amor, de Jorge Franco Ramos. Jamás lo había leído, alguna vez se lo escuché nombrar a una mujer a la que quise mucho. Llegó a la librería esa tarde como si fuera un comprador más, no se identificó. Saludó y se paró frente a un estante a mirar. Al rato llegó alguien de la universidad con los libros y me lo presentó. Me identifiqué de inmediato con él: protegido por una inmensa timidez observaba todo como si fuera pasando por ahí. Fue muy poca, poquísima gente, a esa firma.

Creo que no cruzamos más de dos palabras. Mi novia de ese entonces me prestó el libro y lo leí de una sentada: pocas veces había visto a un escritor que hiciera hablar a sus personajes de verdad, sobre todo a las mujeres. Hasta tal punto que uno se preguntara: ¿quién es el que escribe esto? Estaban tan bien contados que el autor desaparecía tras ellos. Fue tanta la inquietud que me causaron que lo llamé a felicitarlo y a decirle lo mucho que me habían gustado. A los pocos días, era diciembre, se apareció en la librería con dos libros en la mano para mí: Maldito amor y Mala noche, su primera novela. Ambos con unas dedicatorias muy afectuosas. Esto último, el llevarme sus libros recién publicados, se ha convertido en una especie de tradición entre nosotros. Apenas sale un libro suyo me lo trae, y si no puede hacerlo, me lo manda. Por esos días había empezado a leer novela negra en forma. Estaba fascinado con 1280 almas de Jim Thompson y Viernes 13 de David Goodis. Me la devoré en una noche. Me inquietó y sorprendió: no tenía nada que ver con lo que se estaba escribiendo por esos años en Colombia. Era una voz nueva que contaba historias eficazmente: despertaban la curiosidad del lector, lo atrapaban y, finalmente, lo inquietaban. La solución del final no era ingeniosa o sorprendente, era algo distinto, como mirar de otra forma, desde otro ángulo lo que había estado siempre presente ahí. Le hice una observación sobre un comentario de uno de los personajes que terminaba convirtiéndose, de tanto repetirlo, en una muletilla. Me explicó por qué era y aceptó con tranquilidad mis palabras.

 

En los primeros días de 1998, María Paulina Ortiz, amiga y periodista, me llamó para ver si escribía un texto recomendando un libro, “como librero”, del año anterior. Para mí fue todo un reto: escribir sobre lo que me gusta intentando dar razones de ellos, no limitándome a contar argumentos. Le puse una condición (lo invitan y fuera de eso con exigencias…qué personaje…): que no le cambiaran ni una coma. Así apareció en el periódico. Escribí unas líneas sobre un cuentista bogotano. En algún lugar abrí un paréntesis diciendo que, para mí, la otra gran sorpresa de ese año “era Jorge Franco Ramos”. Al otro día, a primera hora, sonó el teléfono: era él para darme las gracias por esto. Mala noche se convirtió en una de las novelas que más recomendé y vendí. Por esa época el corresponsal de Televisión Española en Colombia, José Manuel Martín Medem, con el que compartíamos algunos fervores literarios, iba a la librería a que le recomendara libros. Le recomendé a Jorge Franco sin dudarlo. Quedó encantado. Me pidió sus datos para algún día entrevistarlo. De cuando en cuando me llamaba para encargarme algún libro: William Faulkner y Juan Carlos Onetti por lo general. Otro día, antes de abrir San Librario Libros, me lo encontré a la salida de un evento en el Planetario Distrital. Me llevó hasta mi casa. Me compró las Poesías completas de Miguel Hernández. Miro en este momento a la puerta de la librería, mientras tecleo estos recuerdos que se agolpan en mi memoria, en el “computador chiquito” que me consiguió Francisco. Afuera está lloviendo. No ha parado de llover desde mediodía.

 

Hace unos segundos se fue un amante de Bohumil Hrabal, que estuvo en la República Checa y me vino a mostrar unas primeras ediciones suyas que encontró escarbando en las librerías de viejo. Libros que, como todo lo de él, transmiten la alegría y la tristeza de los días que se fueron y se están yendo. Me trajo de regalo un “portacerveza” de “El tigre de oro”, su taberna favorita. Así, de la misma manera, como una mano que se extiende y saluda y sonríe, apareció una mañana de marzo de 1999, Jorge Franco con su nueva novela: Rosario Tijeras. Me la entregó junto a un afiche y unos señaladores, “para hacerle propaganda”. Me la leí, arrebatado, ese mismo día. Lo llamé feliz: en ninguno de sus tres, hasta el momento, libros se repetía o imitaba a sí mismo: cada libro era el primero. Un nuevo reto, una aventura que se reflejaban en una nueva manera de contar. Cuando salió el texto famoso de Enrique Santos en El Tiempo, aquel que con pocas y convincentes palabras hizo que el público lector colombiano pusiera los ojos sobre un autor que estaba trabajando con honestidad y silencio, no pude hacer más que alegrarme: los triunfos, los éxitos de los seres admirados y queridos, son también los nuestros. Y el triunfo de Jorge Franco me alegró por muchos motivos: no sólo por el cuidadoso narrador que es sino, algo que para mí es fundamental: el gran ser humano que ha sido y sigue siendo; un hombre sobrio, tímido, sencillo al cual en ningún momento se le han subido los humos a la cabeza y sigue portándose como el escritor que finaliza su primer libro y espera, entre ansioso y asustado, que el lector le diga qué le ha parecido. A algunas personas el éxito los envanece, a otras los engrandece: Jorge Franco es de los segundos. Le aconsejé, en el furor de esos días, cuando la fama comenzó a asediarlo, que no se apresurara, que estuviera tranquilo: “No tiene que demostrarle nada a nadie, tómese su tiempo, de lo que se trata es de escribir bien”. Por los días en que apareció Paraíso Travel me llamó, feliz, para contarme que lo habían nombrado jurado del Premio Casa de las Américas en Cuba y que quería leer algo de autores cubanos nuevos. Le recomendé algunos nombres. Coincidimos en una amistad, la de Amir Valle. Quedamos en hablar de su novela nueva allá, pues yo viajaba también por esos días. Nos encontramos y fue, como de costumbre, el hombre amable y sencillo de todos los días. Después de saludarme me preguntó: “¿Qué te pareció la novela?”. Le dije, por molestarlo, con voz seca y contundente: “Tenemos que hablar seriamente…”.

 

Varias veces nos encontramos después y me preguntó lo mismo. La angustia se dibujaba en su rostro. Lo miré, serio, me reí y le dije: “Con esta novela has demostrado que eres un buen escritor. Pudiste haber hecho la fácil pero no lo hiciste. Es perfecta. No sobra ni falta nada. Me quito el sombrero. Qué novela tan bien escrita”. La tranquilidad lo rodeó. Me dio las gracias. “Y el que siga tiene que ser mejor que éste”, fue lo que le dije antes de despedirnos. La dedicatoria de este libro dice: “Para Álvaro Castillo, con gran cariño y una antigua gratitud, a un fiel y generoso lector desde mis comienzos. Jorge Franco Mayo 2002”. Los éxitos se fueron sumando, las posibilidades de verlo no desaparecieron, ganó el premio Dashiell Hammett, él no cambió: todos los años, para navidad, un ponqué delicioso, acompañado de una tarjeta suya, endulza ese tiempo. Una vez lo llamé para contarle una historia absurda: conocí, por esas cosas que tiene la vida y la hacen ser lo que es: una eterna sorpresa, a una muchacha muy humilde que se dedica a uno de los oficios más duros y trágicos que existen. Resultó ser una admiradora furibunda de Rosario Tijeras. Alguien le había prestado el libro. Se lo sabía casi de memoria. No lo tenía. Le conté que conocía al autor y que le iba a pedir que le dedicara uno a ella. Así fue: me entregó el libro dedicado a ella, con su nombre verdadero. Lo recibió y lo guardó con sus pocas pertenencias como si fuera un tesoro. Rosario Tijeras comenzó a andar por las tierras del mundo, él me hizo llegar algunas de esas ediciones, sabe cómo gozo con esas cosas… Cuando conoció, por fin, a Gabriel García Márquez me escribió un correo contándome el encuentro como se deben contar las cosas: como si fueran una película. Leyó mi libro con atención y afecto: me escribió unas palabras que me llenan de orgullo. Ayer en la tarde terminé de leer Melodrama, su nueva novela. Sé, Jorge, que estás esperando que te diga qué me pareció. Es un compromiso que tengo contigo. Estoy asombrado, escribiste una magnífica novela: dejaste caer sobre el papel una cantidad de historias para que, como si fueran las piezas de un rompecabezas, los lectores fuéramos armando otra de la que también somos parte. No nos la hiciste fácil (tampoco a ti, me imagino): las voces van construyendo paisajes por los que es fácil perderse. Nuevamente lograste el milagro: atraparnos y sumergirnos en otra realidad de la que salimos distintos: “Esto era…”. Como Persio, en Los premios de Julio Cortázar, vemos todo desde arriba, simultáneamente, como si pudiéramos volar y tuviéramos mil ojos. Esta vez el reto y el resultado fueron más altos: no parecerte a ti sin dejar de ser tú, Jorge Franco Ramos, contador de historias que se pueden ver. Nuevamente me levanto de mi silla, me quito el sombrero, y te digo: “Lo lograste. Muy bien”. Valió la pena esperar todos estos años. No me imagino, cómo será la próxima. Qué bien no poder hacerlo. Perfecto.

 

Álvaro Castillo Granada, Mayo 20 de 2006.