Santa Suerte es pura literatura en estado vivo

Por Verónica Meo Laos

El Imparcial – España

Jennifer es extrovertida, atractiva, una emprendedora empecinada pero un poco masoquista y un poco despiadada a la vez. Amanda que es soñadora, cándida, sedentaria y con una figura poco agraciada está entrada en carnes -y en años- continúa esperando pegada al teléfono “al príncipe soñado que no fue”, como en el tango. Y por último está Leticia, que es la más joven de las tres hermanas y la más rebelde. Desde muy niña tenía muy claro lo no quería: no quería vivir en la chatura de un pequeño poblado colombiano porque sus ojos estaban puestos en Medellín, la gran ciudad. Una cuota de ambición importante, puro erotismo en la piel y la seducción de la juventud serían la llave que le abrirían las puertas de la vida urbana y, con ella, las luces parpadeantes, el éxtasis y la caída.

Tres hermanas colombianas, tres biografías opacas viviendo una vida simulada, en un como si permanente: como si fuera feliz, como si fuera rica, como si fuera amada, como si fuera la dueña de mi propio destino. Tres hermanas, tres mujeres, una casa en llamas, un avispero revuelto, dos mellizos idénticos, un marido fumador e inerte y varios secretos inconfesables. Si el fuego purifica, ¿qué es lo que debía ser liberado, redimido, tras las cenizas? ¿Qué misterios se consumían bajo las llamas ante la mirada chismosa de los vecinos y la perplejidad irremediable de los protagonistas?

En la novela Santa suerte, la prosa inteligente de Jorge Franco hila y deshilvana con maestría y una dosis pertinente de sentido del humor las biografías de estas hermosas perdedoras. Como en aquellas películas de cine independiente, Franco defragmenta líneas del tiempo de las tres protagonistas y, a través de esta estrategia, el autor impulsa a los lectores a realizar un ejercicio de lectura atenta, perspicaz. Pero este ejercicio no es agotador, por el contrario, es muy entretenido y el interés no decae en ningún momento. La dinámica de la obra se completa con capítulos cortos, de dos o tres páginas a lo sumo cuyo encabezado sirve para identificar a cada una de las tres mujeres desencantadas: Jennifer es “la que inventa dolores”, Amanda, “la que espera una llamada” y Leticia, “la que cometió una locura”. A través de esta estrategia del narrador, las frases nos anticipan la forma en que cada una de ellas son identificadas e, inclusive, vistas por la chusma del barrio.

Santa suerte es pura literatura en estado vivo, sus personajes son reales, sienten, sufren, se ríen y con ellos, el lector, también se reirá de sus logros pequeños pero también se congojará con sus fracasos. La última obra del autor de Rosario Tijeras tiene todos los ingredientes exactos para ser llevada a la pantalla grande pero, como las buenas obras literarias, uno se pregunta si no perderá parte de su encanto al ser trasladada al lenguaje cinematográfico. En efecto, la honda sensibilidad de Franco hace que cobren vuelo propio los perfiles de estas mujeres tan colombianas, tan latinoamericanas, y permite que cada lector se construya su propia imagen mental alrededor de ellas. Es que como sucedió con la llegada de la televisión que terminó con los galanes del radioteatro, uno teme desilusionarse al tener que identificar sus propias imágenes con las de los personajes de carne y hueso elegidos por otros.

Pero Santa suerte también es una de las pocas piezas literarias capaz de sintetizar en la narración de biografías mínimas la historia de una época reciente. Así pues, tan solo un par de palabras le bastan a Jorge Franco para hacer referencia a aquel Medellín sangriento de los años noventa en la anécdota de una Jennifer cuarentona que se autolesiona para pedir condescendencia a los transeúntes desprevenidos en medio de una tragedia.

En resumen, y sin ánimo de contar el final de la película, Santa suerte es una obra austera y maestra al mismo tiempo, de lectura imprescindible que no traicionará en ningún momento, que sin efectismos ni golpes bajos conducirá al lector por el camino de la emoción genuina y le hará recordar que la buena literatura puede llevarnos a territorios insospechados donde una palabra literaria vale más, mucho más que mil imágenes.