Por Alicia González para Revista Leer
Enrico Arcuri concibió un castillo a lo Rochefoucauld en la loma de Medellín, pero el diseño del foso para fieras no preveía a los hombres de Mono Riascos, un criminal de medio pelo provisto de una Makarov 9 mm. Los hermanos Rodríguez se burlaban de esas infantiles pretensiones historicistas del estrafalario Diego Echavarría, empeñado en esperar a la Callas en el Kempinski, perdiendo la noción de la lluvia y en levantar una residencia que suena a Wagner allá en la barbarie que para los europeos es el trópico. Máxime cuando esos europeos son filonazis; aunque como bien le dice el potentado a su confidente Mirko, los verdaderos salvajes sean los foráneos. Extrañas filias en cualquier caso las de un rico hacendado de una raza inferior como don Diego, obligado a tragar con la liberalidad de su mujer, Dita, convencida de entregarse al hombre de su vida, pero sin cláusulas matrimoniales de por medio en el convulso Berlín de la visita de Jruschov.
Maleza, Cejón, Carlitos, Caranga, el Pelirrojo, Twiggy, el Tombo, desarrapados con el olor a pobreza que tienen las arepas a la parrilla impregnada, cargan a cuestas con la obsesión del jefe de los malhechores, el amor imposible por ser el Tristán de Isolda, la hija del filántropo millonario, de quien guarda una minifalda roja como prenda de esa pasión que le hace recordar los versos de Julio Flórez. Una joven cuando menos anómala, encerrada en la jaula de marfil que es el castillo en torno al cual se genera la neblina irreal que da vida a los almirajes, los animales fabulosos que, como la Clara de La casa de los espíritus de Isabel Allende, la acompañan. Isolda estudia la vida de los muertos con esa institutriz alemana medio chiflada por un amor en la distancia y canta a los Beatles como única escapatoria a su asilamiento, sin importarle llegar con el pelo enredado en laurel en plena visita de Monseñor. A través de esos enramados se colarán en la intimidad de los Echavarría-Zur Nieden las miradas embrutecidas de los que curan con el aroma de la marihuana la envidia por esa vida mejor que suena a Bultaco roja.
Coltejer es el hierro, el emblema de una familia cuyas tierras necesitan meses para ser recorridas, señalando desde las colinas de Medellín el precio de la tranquilidad que empezarán a pagar los habituados a comprar conciencias a partir de este secuestro. El mismo que marca el tiempo de una ciudad casi protohistórica ajena a la violencia retratada en El mundo de afuera, la novela de Jorge Franco (Medellín, 1962) ganadora de la XVII edición del Premio Alfaguara.