Por Ignacio Echeverría
Jorge Franco Ramos cuenta la historia de una sicaria de Medellín.
El Medellín de los años ochenta podría estar convirtiéndose poco a poco en algo parecido a lo que durante mucho tiempo fue el Chicago de los años veinte. En un caso como en otro, la demencial escalada de violencia desatada durante un determinado periodo ha acabado por constituir una suerte de espacio mitológico, regido por códigos propios y protagonizado por una figura tipificada, en el caso de Medellín la del sicario. “Además de formar parte de la vida social y política de Colombia”, ha escrito Mario Vargas Llosa, “los sicarios constituyen también, como los cowboys del Oeste norteamericano o los samuráis japoneses, una mitología fraguada por la literatura, el cine, la música, el periodismo y la fantasía popular, de modo que cuando se habla de ellos conviene advertir que se pisa ese delicioso y resbaladizo territorio, el preferido de los novelistas, donde se confunden ficción y realidad”.
Rosario Tijeras, segunda novela del colombiano Jorge Franco Ramos (Medellín, 1962), contribuye vigorosamente a esa mitología. Lo hace incorporando a la misma el dibujo de una heroína trágica, cuyas juventud y belleza sirven de patético contrapunto al desquiciamiento en que suele aparecer envuelta la figura del sicario.
De hecho, el principal acierto de Jorge Franco ha consistido en un simple cambio de genero, que le ha inducido a tratar sentimentalmente una materia que, debido a su crudeza, se presta muy escasamente a ello.
Al decir del propio Franco, su personaje, Rosario Tijeras, refunde y transfigura literariamente la personalidad real de varias sicarias que él mismo asegura haber conocido en cualquier correccional, algunas de apenas 13 o 14 años y ya con varios muertos a sus espaldas. “Estas jóvenes casi niñas”, declaraba recientemente Franco, “se hicieron sicarias no por ascender en el escalafón de los narcos, sino por odio, porque habían sido maltratadas, violadas, por venganza”. Conviene, sin embargo, advertir contra la curiosidad documental que puedan suscitar estas palabras. Pues mucho antes que la circunstancia objetiva de tales jóvenes lo que documenta esta novela de Franco es la leyenda y -junto a ella los típicos- de la que esas circunstancias se nutren, en la que su realidad misma se sustenta.
“Para Rosario, la guerra era el éxtasis, la realización de un sueño, la detonación de los instintos”, asegura Antonio, el narrador, un joven de la buena sociedad antioqueña, secretamente enamorado de ella. Él es quien, a lo largo de toda una noche, y en sucesivos flash-back, reconstruye la trepidante peripecia de Rosario desde el hospital en que ésta agoniza, acribillada.
Antonio ha sido amigo y confidente de Rosario, quien, en el transcurso de interminables conversaciones, habría ido mostrándole “los pasadizos escabrosos de su vida”. Pero por encima de esos pasadizos, lo que la novela cuenta es la fascinación que Rosario ejerce sobre Antonio mismo y sobre cuantos los rodean. Fascinación que no emana tanto de su extraordinaria belleza como del hecho de que ésta, pese a su incesante comercio con un ámbito depravado y violento, aparezca como una patente de inocencia.
Remix rumbero y esnifante de Holly Golightly (Desayuno en Tiffany’s) y de Bonnie Parker (Bonnie and Clyde), Rosario Tijeras se inserta epigonalmente en una veterana tradición de bellezas marginadas y delincuentes. El montaje flagrantemente cinematográfico del texto, la eficacia de sus diálogos, la secuencialidad elíptica de unos hechos cuyos planos más comprometidos son evitados por medio de un astuto encuadre (los jefes del narcotráfico nunca son aludidos como tales, se los nombra simplemente como “los duros de los duros”; tampoco se ven los muertos, ni los asesinatos: únicamente la belleza frágil y atropellada de Rosario), se prestan a ser señalados como expedientes de una dudosa estilización. Pero la aprensión que pudiera suscitar esta estilización genérica de una realidad atroz debería medirse con la poderosa tendencia de esa realidad a ser asimilada ella misma como género, como leyenda sentimentalmente articulada.
Es por ahí que, con sus tonalidades rosas y sus tiradas melodramáticas, cabe proponer una lectura de Rosario Tijeras (que en Colombia se convirtió en un autentico best seller) en clave de corrido popular, de romance urbano, de folletín tremendista, en el extremo opuesto de la visión alucinada, macabra, celinesca y pulp que de un material semejante ofreciera Fernando Vallejo en La Virgen de los Sicarios (1994). Algo que, además de justificar por qué la novela se consume con tanta fruición, la destacaría como interesante y en definitiva válida manifestación de una literatura afín, en sus recursos tanto como en sus funciones -la fragua de mitologías plebeyas, según sugería Vargas Llosa-, al cine, la música, el periodismo y la fantasía popular.