El melodrama es como la vida

Por Luís Fernando Afanador

Vidal, un hombre joven y bello como Apolo, descubre un día una mancha en su cuello que resultará ser el anuncio de una terrible enfermedad mortal. Como no es capaz de contarle semejante desgracia a Perla, la mujer con la cual vive, la abandona. Prefiere que ella haga falsas suposiciones -“¿quién te hizo esa cochinada?”- y que padezca la angustia de su desaparición, a que vea el doloroso deterioro de su belleza.

Al parecer, Vidal muere pronto y desde su condición de muerto omnisciente nos irá contando la historia de su vida y de su familia: cómo llegó pobre a París y luego cómo convenció a la terca, borracha y mal hablada Perla -administradora de un bar de dudosa reputación en Puerto Berrío- para que dejara a su amante y se fuera a vivir con él; su presencia era indispensable para quedarse con la fortuna de unos condes y consolidar así el triunfo definitivo en la ciudad de sus sueños. Por supuesto, Vidal no está muerto y la relación de Perla con él no es lo que creíamos al principio. Como en una buena telenovela, el develamiento de la intriga ocurre en pequeñas dosis que nos mantienen en vilo durante casi 400 páginas. Y, al igual que en los culebrones, los sentimientos son extremos, hay de todo: homosexualidad, sadomasoquismo, crimen, odio, niña muerta, esposo engañado, amor furtivo y eterno, ansia de riqueza, humor y desesperación.

La galería de personajes no es menos variopinta: una mudita, una mamá frustrada y rezandera que toma drogas vencidas en forma indiscriminada y piensa que todas las mujeres, incluidas sus hijas, son prostitutas; una empleada del servicio que no sabe si es hija natural, una serbia con una vida clandestina, un vecino no recomendable a los niños, un cojo vengativo con la cara destrozada por un guepardo y un abogado sinuoso e impredecible, entre otros. El altar que hace Perla en su costoso apartamento parisiense con velas, santos y miles de fotos de Vidal para recordarlo y esperar su regreso, es la apoteosis de la cursilería.

No hay duda, no hay lugar a engaño, la última novela de Jorge Franco es exactamente lo que predica su título: un melodrama. Puro y legítimo melodrama, ese género popular y despreciado que sin embargo, “es el hecho central de la vida personal en América Latina”, según Carlos Fuentes. De vez en cuando el género novelístico se acuerda de sus orígenes plebeyos y recurre al melodrama. Franco no es el primer escritor -ni será el último- en acudir a él con fines literarios. Manuel Puig, Luis Rafael Sánchez y José Donoso son algunos de los nombres que se podrían invocar como antecedentes ilustres en nuestro continente, para no ahondar en otros territorios donde también ha ejercido su influencia. “El melodrama es la metáfora perfecta de la vida”, dijo el poeta catalán Pere Gimferrer.

Y ya instalados sin complejos en la discusión literaria, podemos decir que Melodrama, la novela, está construida en forma admirable. Su estructura se parece al rompecabezas que arman Perla y el conde Adolphe a cuatro manos: personajes y diálogos en tiempos diferentes que se superponen, fragmentos que se juntan casi al unísono y van componiendo una figura -una historia- inesperada y dinámica.

Además, hay algunas escenas duras y convincentes de sexo y de violencia familiar que enriquecen los estrechos límites del melodrama. Esta es, quizá, la mejor y la más arriesgada obra de Franco, en la que ha ido más lejos en la exploración de sus obsesiones: el universo femenino, la dualidad del amor y de la muerte -ahora con el ingrediente de la belleza y de la enfermedad- y, desde luego, la historia sangrienta de Colombia que resulta aquí el marco apenas natural para un relato desbordado de risa y dolor.