Por Juan Pablo Bertazza
Hay una remanida estrategia de venta de la industria literaria según la cual determinada secuela de un autor puede leerse en forma autónoma al libro que dio origen a esa historia. Haberlo leído agrega información, quizá lo hace disfrutar un poco más –aclaran–, pero su lectura no es indispensable. Aunque no sea una segunda parte de Rosario Tijeras –la novela que le dio un nombre al escritor colombiano Jorge Franco–, El mundo de afuera, su última obra que viene de obtener el Premio Alfaguara, pierde casi todo su sentido sin ningún conocimiento previo de Rosario Tijeras, aunque más no sea de la exitosa película o serie de televisión que inspiró.
Además de haber preparado el terreno para el notable auge de la narcoficción que perdura aun en estos días, Rosario Tijeras fue, quizá, la obra que mejor mezcló los tantos entre realidad y literatura: la historia proponía contar el incierto futuro de una inolvidable mujer –con iguales dosis de belleza y veneno–, violada a los ocho años por su padrastro, y luego a las catorce años por una banda de delincuentes, de la que se terminará vengando, dando así origen a su sobrenombre (le arranca a uno de ellos los testículos con una tijera). Luego de que las aptitudes de sicaria experta de la mujer empiezan a trascender rápidamente en la convulsionada ciudad de Medellín, son varios los líderes de carteles que se disputan tanto para seducirla como para contratar también sus servicios, entre ellos uno de los chicos más pesados del barrio: el señor de los cielos, Amado Carrillo.
Precisamente, la enorme fuerza de Jorge Franco para atar el nudo entre la ficción y la realidad (no existió una Rosario Tijeras, aunque el personaje tiene distintas fuentes de inspiración) creó uno de los mitos más fuertes de los últimos tiempos en Colombia, a tal punto que muchos siguen preguntando por su verdadera identidad.
El mundo de afuera empieza con un comunicado oficial de las Fuerzas Militares del Ejército Nacional de Colombia, donde se anuncia el secuestro del exitoso empresario Don Diego Echavarría Misas, ocurrido en la ciudad de Medellín el 9 de agosto de 1971. Los autores de la extorsión son los miembros de una extraña banda delictiva, cuyo líder, el Mono Riascos, parece cabalgar entre la transgresión de la ley y la locura. Una especie de Quijote del mal, un lunático sin ninguna buena intención.
De ahí en más, la novela se encargará de procesar y licuar tres grandes instancias argumentales que se irán turnando a lo largo de todo el libro, mediante permanentes flashbacks, rupturas de tiempo y viajes que significan algo más que un traslado geográfico. Esos tres grandes hilos narrativos son: la historia del secuestro, que incluye tanto su logística como algunas decisiones equivocadas que siempre están a punto de frustrarlo; la vida llena de lujos de la aristocrática familia vasca de Don Diego, entre las décadas de los ’60 y los ’70, justo cuando deciden mudarse a Medellín, donde harán construir un castillo que los aísle de todo y los ayude a detener el tiempo; y la marginalidad extrema del grupo de los secuestradores, cuyo delito, más que a intereses económicos, parece responder a la patológica obsesión amorosa que experimenta el Mono Riascos por Isolda, la hija de Don Diego, apenas la ve en el castillo: “Isolda quería salir, que la llevaran a un circo o al cine, a cualquier parte más allá de la casa de sus primos, del club, del teatro, quería ir a donde iba toda la gente, pero Don Diego no daba su brazo a torcer y compensaba el rigor con afecto, y regresaba con una muñeca más para contentarla”.
Con el objetivo de escapar del tierno encierro de amor que le imponen sus padres, Isolda desarrolla su personalidad en un mundo de fantasía que parece consolidarse en cada salida que emprende al bosque del castillo: una serie de paseos en bicicleta o a pie en los que una gran variedad de plantas y animales la transforman de prisionera en una extraña Alicia en el país de las maravillas.
Para conectar esos tres grandes núcleos del relato, Jorge Franco emplea con pericia ciertos recursos cinematográficos, o bien de las series, que hacen de El mundo de afuera un libro atractivo. Pero no parece utilizar, sin embargo, las notables herramientas literarias que había ejercido en Rosario Tijeras.
Lo literario, en todo caso, aparece con mayor fuerza en cada uno de los inefables encuentros que van teniendo lugar entre Don Diego y su secuestrador, el Mono. Diálogos irónicos y amenazantes, pero también humanos y no exentos de humor, en la oscuridad o a la luz de una sucia lámpara, en que el secuestrador le confiesa a su rehén el amor por su hija y él, a su vez, le revela algunas de sus culpas por la educación algo acomplejada de Isolda.
La relación entre estos dos hombres –que no deja de ser una vuelta de tuerca del encuentro de dos mundos– va tomando cada vez mayor protagonismo en el libro, a medida que la vida de Isolda (y la de una gran cantidad de personajes secundarios) converge en una oscilación que va desde el mito sobrenatural hasta una especie de crónica costumbrista de los habitantes de Medellín.
Aunque El mundo de afuera termina siendo más visual que literario, Jorge Franco logró con este libro doblar la apuesta.
Si en su célebre novela había dado vida a un personaje propio a partir del contexto vertiginoso de los carteles colombianos, en su nuevo libro logra indagar en el pasado violento y marginal de su país a través de algo muy parecido a una fábula, a un cuento de hadas.