Más allá de la reflexión acerca de lo que ocurre después de la desaparición de un niño, ‘El vacío en el que flotas’, la nueva novela de Jorge Franco, está llena de experimentación y juego. Esta conversación repasa el proceso creativo del autor y examina las vidas que se abren entre el miedo y la violencia.
Imaginemos que tenemos un crayón rojo en la mano. Si con ese crayón pudiéramos trazar un mapa para entender la exploración narrativa de Jorge Franco, los espacios más delineados serían los territorios de la violencia, la marginalidad y el crimen; y en medio de ese relieve, estaría allí la cartografía del amor, dibujada como un barrio de calles limpias donde el goteo de la sangre, por instantes, se extingue.
Jorge Franco (Colombia, 1962) es uno de los escritores latinoamericanos con mayor presencia internacional. Ha sido traducido a más de quince idiomas. Y cuando sus historias se han adaptado al cine, han sido las películas más taquilleras del cine colombiano.
Lo mismo ha pasado con las múltiples adaptaciones al teatro y a la televisión. Sus libros, o “narconovelas”, como sugiere Adriana Jastrzebska, “muestran el paradigma narco vigente en la narrativa colombiana de los años 1990 y 2000”.
Ahora que saluda tras la pantalla de su computador desde Washington, y detiene la mirada bajo el sendero de sombras de sus cejas negrísimas, recuerdo lo que ha mencionado tantas veces en sus intervenciones, que “escribir sirve para conjurar los miedos”. En su octavo libro, ‘El vacío en el que flotas’ (Alfaguara 2023), hay una escritura juguetona que experimenta tanto con los narradores como con la forma de contar la historia, pues crea una especie de cajas chinas en donde una historia contiene a otra.
La explosión de una bomba y la desaparición de un niño es lo que inicia ‘El vacío en el que flotas’. La interrogante más clara que suscita esta novela es cómo los actos violentos repercuten en la vida, pero, ¿cuáles eran las preguntas que se planteaba al armar esta historia?
La historia tiene un detonante. En 2019, presencié la demolición del edificio Mónaco que perteneció a Pablo Escobar. Esta construcción fue una de las muchas afectadas por la guerra de los carteles y, al quedar deshabitada, se convirtió en una especie de monumento a Escobar en Medellín. En esa implosión me di cuenta de un dato: en los más de 10 años del reinado del narcotráfico hubo más de 40 000 víctimas. Ahí recordé cómo a muchas personas les cambió la vida después de una explosión terrorista.
Me dije: qué bueno sería contar algo sobre ellos, y pensé en lo espeluznante de perder a un hijo en un atentado, y en la tragedia de los desaparecidos. Pero, para no centrarme solo en la historia de los padres, decidí construir otra línea dramática para ese niño, pensando en qué pasaría si él sobreviviera, por un rapto, separado de sus padres; quise explorar esas vidas paralelas.
En esta nueva novela hay seres solitarios que tratan de sobreponerse a la vida después de un acto violento. ¿A qué se sobreponía al escribir este libro?
A muchísimas cosas que creo que desconozco y están implícitas en el arte y su relación con el inconsciente. El título del libro me ayudó a entender esta historia en su totalidad. Como seres humanos habitamos vacíos enormes y acudimos a recursos para intentar sobrellevarlos. Más allá de la búsqueda de la subsistencia, la certeza de la mortalidad nos hace flotar en un vacío constante. Avanzar en medio de eso es una forma de encontrarle un sentido a todo.
Aunque en ‘El vacío en el que flotas’ no hay un territorio nombrado, en sus libros previos, recuerda y recrea a Medellín. ¿Cómo ha marcado la ciudad de su infancia y la misma Colombia en su visión?
En esta novela no nombro a Medellín, porque el tema de las víctimas se ha politizado mucho. Es la ciudad de mi infancia y creo que esa es la etapa más importante de nuestras vidas. Hay una gran cantidad de autores para quienes el mundo que habitaron en sus primeros años es lo que perdura en sus historias.
Yo fui niño en esa transición de una ciudad pacífica a otra violenta con la aparición del narcotráfico. Medellín ha tenido cambios muy fuertes y logros en su transformación para sacudirse ese estigma de la violencia, pero es difícil porque mientras la droga siga siendo predominante en nuestro medio, siempre habrá criminalidad. Se puede mostrar como un referente del impacto de la violencia en la ciudad y cómo se ha respondido a eso.
¿Cómo ve el caso de Ecuador ahora con las nuevas oleadas de violencia?
Grave, muy preocupante porque es como mirarnos a los colombianos en países vecinos. Se ve, como pasó en Medellín, que tras una ausencia del Estado los grupos criminales llenaron vacíos frente a la gente necesitada. El mundo del narcotráfico lo que hizo fue llenar de mentalidad de dinero fácil, de atajos irreales, ilusorios y solo dejó caos. Hay mucho que aprender de nuestra experiencia.
Cuando uno escucha Jorge Franco las palabras que saltan a la memoria son ‘Rosario Tijeras’, ‘Paraíso Travel’, ‘El mundo de afuera’. Pero, más allá de las historias que cuentan esos libros, ha creado un universo de personajes memorables. ¿Cómo lo hace?
Procuro tomarme tiempo con mis personajes, convivir con ellos, llevarlos aquí en la mente, formarlos. Trato de desencasillarlos de las posturas comunes del bien y el mal. Entiendo que el ser humano tiene una zona gris y ahí es donde se reflejan miedos, obsesiones, intenciones y las perversiones y deleites que ocultamos por la imposición social.
Como autor no juzgo a mis personajes, solo muestro lo que hacen. En la novela está el caso de Uriel, el personaje más complejo (quien secuestra al niño), lleno de ambivalencias porque es como un monstruo amable a quien a veces se ama y se odia; a él no lo critico, solo dejo ver su estado mental.
A los personajes les busco una manera de hablar, un tono; creo que eso revela mucho de ellos. A veces no conoces a alguien y lo oyes y con su habla deduces un montón de cosas; quiero que en los diálogos también ocurra lo mismo. La voz de Uriel me permitió mostrar su postura ante la vida, su valentía a pesar de la desgracia, la pobreza y los señalamientos que lo rodean, y, pues, explorar sus contradicciones entre lo religioso y lo atroz.
Hablando de los diálogos, algo que ya forma parte de su impronta es el tratamiento de los coloquialismos, el rezo, la invocación religiosa y la vivacidad del habla colombiana…
Sí, pues. Yo creo que es una amalgama de las lecturas, películas, series, lo que escucho en la calle y la percepción de algunas culturas. En Colombia se dice que el que reza y peca empata. Y creo que lo religioso es muy de la tradición latinoamericana. Uso el humor negro porque siento que hace un contrapeso ante el dolor.
En la novela también hay dos personajes que son escritores: Sergio, que quiere escribir, pero lo hace a ritmo de cuentagotas porque confronta su tragedia; y Anderson, que está bloqueado e intenta volver al hábito entre el alcoholismo y la angustia. ¿Qué tanto de usted hay en esa pelea con la escritura?
Yo creo que hay bastante, aunque no soy Anderson. Al principio no tenía clara la idea de meterme en el mundo editorial con la historia, pero se fue dando y empecé a jugar con la estructura y las ambigüedades. En el libro no se sabe quién cuenta qué. No se sabe si es Anderson construyéndose una historia o es Sergio tratando de sanar un dolor.
La del libro es la historia de un escritor que cuenta a un escritor, que cuenta a otro escritor y escribe sobre un escritor, y el primer escritor soy yo escribiendo la historia. Fue muy divertido y lúdico. Y aproveché para hurgar en las vanidades y egos que me incomodan del mundo editorial, y, por otro lado, quería mostrar que los procesos de escritura no son fáciles, son dolorosos, con altibajos, y llevan a los autores a someterse a sentimientos y experiencias muy fuertes.
Ha mencionado en sus intervenciones públicas que “abordar los miedos a través de la escritura es una manera también de conjurarlos”. ¿Cuál es el miedo que más golpea a su puerta?
Uy, son muchos, pero cada vez menos. Tenía miedo a viajar en avión, pero se ha ido diluyendo. Cuando vas creciendo tus miedos se van volviendo más concretos. Antes tenía miedo hasta de cocinar con una olla a presión porque sentía que estaba con una bomba en la cocina.
Ahora, soy papá de una sola hija y a todo lo que pueda perjudicarla o dañarla le tengo pavor y hasta rabia. En cuanto a la profesión no tengo miedo a un bloqueo creativo, siento que tal vez estos pueden ser parte de procesos, y mientras tenga la lectura, para mí es suficiente refugio. También temo a todo lo relativo a mi final, la pérdida de la memoria o una pérdida de autonomía. A la misma muerte no le tengo miedo, sino a cómo llegar a ella.
Tomado de: https://revistamundodiners.com/entrevistas/jorge-franco/
por Andrea Rojas Vásquez