Por Hernán Vera Álvarez
Cuando Diego Echavarría –uno de los protagonistas de El mundo de afuera, novela ganadora del Premio Alfaguara 2014– decide construir un castillo en medio de la ciudad de Medellín no pocos ven en esa empresa un rasgo de extravagancia. En verdad, Echavarría quiere darle un rasgo de civilización a la barbarie que siente inherente a cualquier sociedad latinoamericana. El ruido del transporte público y los chismes del barrio le molestan. Pero lo que quiere llevar a cabo este hombre educado en Europa y amante de Wagner es aún más ambicioso: detener el tiempo.
El paso de los años no tiene piedad con la carne y el alma. Echavarría, hombre obstinado, decide resguardar a su única y pequeña hija Isolda entre esos muros dorados. Cree que el mal y la enfermedad, lo desagradable del mundo, no podrán llegar hasta el castillo que tiene un jardín hermoso y profundo como un laberinto sin centro, con estatuas y fuentes de las que brota agua fresca.
Alrededor de la construcción los niños tejen historias asombrosas que caen sobre Echavarría y su esposa Dita, traída de Alemania, su séquito –un paje, dos mucamas, dos cocineras, un chófer y un jardinero de nombre Guzmán– y, particularmente, sobre Isolda, a la que imaginan como una princesa sin linaje y desean su amistad como si fuera un tesoro oculto.
Pero El mundo de afuera, de Jorge Franco (Medellín, 1962), es una novela, una buena novela. Y si algo puede esperarse del autor de obras como Rosario Tijeras y Paraíso Travel –ambas llevadas al cine con éxito– es que las cosas jamás resulten exactamente como se las espera. La trama que podría ser una fábula, cambia violentamente cuando aparece la banda del Mono.
A partir de ahí, Franco, que hace de su prosa precisa y el recurso del flash-back claves para el ritmo del libro, va mostrando un mundo violento y, sobre todo, sórdido en su crisis profundamente moral. El Mono y sus amigos necesitan dinero, sexo y también sanar del odio que reciben de la clase alta.
“Seis muchachos pasaron en un convertible con el radio a todo volumen. Cantaban frenéticos Get Back,de los Beatles, y hacían chirriar los neumáticos en las esquinas. Los muchachos frenaron en seco cuando vieron al Mono con los brazos estirados, apuntándolos a cinco metros de distancia. Se quedaron pasmados con lo que les parecía imposible, hasta que las mujeres soltaron en coro un grito de horror. El que manejaba metió reversa y, sin mirar atrás, aceleró a fondo. Se chocaron contra un poste de luz y luego arrancaron hacia adelante, derrapando sobre el pavimento. El Mono siguió quieto y apuntó hasta que los perdió de vista”.
Diego Echavarría no logra detener el tiempo. La muerte entra como una peste triunfal al castillo. Es 1969, y falta muy poco para que otra tragedia, la del narcotráfico, se apodere por las siguientes dos décadas de la hermosa Medellín.
Publicado originalmente en El Nuevo Herald